No podía hablar. Cada vez que quería decir algo salían millones de insectos de su boca. Sentía sus minúsculas patas en su garganta, las antenas acariciando su paladar. Mientras más importante era lo que deseaba decir, mayor era la cantidad de ellos.
Ya ni trataba de establecer contacto con la gente. Trató de aprender el lenguaje de los sordomudos, le fue difícil hacerlo y lo poco que aprendió no le sirvió de mucho, las personas se horrorizaban al verle las manos. Le faltaba el dedo mayor de cada una de ellas. Además, su apariencia externa transmitía toda la desesperación que sentía, estaba urgido por ayuda, por comunicarse.
Escribir tampoco podía, no sabía hacerlo. Era una de las tantas personas analfabetas en el mundo. En su familia los primogénitos no recibían más que la educación familiar básica, era una vieja tradición que sus padres no quisieron romper.
Después de cuarenta años de incomunicación no soportó más, se puso una bolsa en la cabeza y comenzó a gritar todo lo que sentía: a su madre, que a pesar de serlo, lo miraba asqueada todo el tiempo; a su padre, que a pesar de serlo, ni siquiera lo miraba; al mundo, porque nunca lo ayudó.
Inmediatamente comenzó a sentir cómo salían los insectos, con una rapidez y fuerza como nunca antes lo habían hecho, eran una cantidad impresionante. Tanto que algunos morían aplastados y él sentía el crujido de sus caparazones y los líquidos que despedían mezclarse con su saliva. Al no poder salir de la bolsa, algunos le picaban el rostro haciéndolo sangrar. Los más pequeños se le metían en los oídos produciéndole una variedad de sonidos increíbles y cada vez más ensordecedores, hasta que se convirtió en un zumbido constante. Otros se le metían en la nariz ahogándolo más rápidamente aún.
Finalmente cayó muerto en medio del baño de un bar, con la bolsa en la cabeza.
Había tenido la precaución de elegirla negra para no causar asco repentinamente.

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