extremo equilibrio

Caminaba sobre una fina, tensa, afiliada cuerda. Bajo cinco mil metros, el suelo áspero, lejano. Llevaba sobre su espalda un gran peso, un piano desafinado, viejo. Mientras caminaba, sentía la cuerda bajo sus pies como si ésta fuese un cuchillo sin el suficiente filo para cortarlo, pero sí para lastimarlo. Trabajosamente mantenía la posición para no perder el equilibrio. El piano no se movía ni un milímetro. Le faltaba la mitad del recorrido cuando comenzó a llover. Gotas macizas, molestas. Golpeaban las teclas del piano formando una melodía desconcertante. Con violencia caían sobre su cabeza y, perdiendo fuerzas, formaban un hilo de agua en su gran nariz con forma de gancho.

Tenía los ojos cerrados, no quería ver el vacío. Cada vez se inclinaba más, el piano lo superaba. Ya pensaba que en el caso de que no perdiera el sagrado equilibrio, igualmente caería hacia la muerte después de que la cuerda le atravesara los pies.

Sin embargo llegó al otro lado sano y salvo. Colocó el piano en el piso. Se sentó y comenzó a masajearse los pies. Sorprendido, miraba al otro extremo; casi no se veía. La lluvia se detuvo. Con lentitud se incorporó, respiró hondo y, con los ojos cerrados, saltó.

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